Hoy
la protagonista del blog es ni más ni menos que la abadía de Weltenburg, un auténtico paraíso terrenal escondido cerca
de Kelheim, al norte de la región de Hallertau, la también conocida como
Hopfenland o cuna del lúpulo alemán.
Una
hora de carretera fue suficiente para dejar Munich atrás y adentrarnos en
Hopfeland, una visita que tenía pendiente repetir después que hace unos años
estuviéramos por allí y no pudiésemos parar por ir en bus. Tras admirar bien de
cerca los campos de lúpulos, con cierta pena ya que unas tormentas primaverales
habían retrasado el crecimiento o directamente habían echado a perder gran
parte de la producción, y tras las fotos pertinentes, proseguimos nuestro
camino hasta Kelheim.
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Otro "tick" en el listín de cosas que hacer antes de morir... |
Antes
de llegar a la abadía, y como tampoco nos desplazaba mucho de nuestra ruta,
paramos brevemente a admirar la peculiar torre de la cervecería Kuchlbauer,
para continuar, ahora ya sin más demora, hasta nuestro ansiado destino.
Llegamos
a la abadía de Weltenburg poco antes de las 10 de la mañana, hora más propia
para disfrutar de cualquier cosa menos de un buen zumo de cebada, pero ya se
sabe que estos viajes son para dar rienda suelta a ciertos excesos y si eran
tan tentadores como las cervezas Weltenburg, pues bienvenidos sean…
El
entorno era realmente alucinante, con el río Danubio formando un meandro en el
extremo del cual se situaba la abadía, la fábrica y también un enorme biergarten pegado a una bonita playa
fluvial.
Lo
cierto es que de buenas a primeras me sorprendió bastante ver el "pitoste" que
había allí montado. No es que me esperara encontrar monjes de clausura
elaborando cerveza rodeados de un silencio sepulcral solo roto por el cantar de
cuatro pajarillos y el sonido de los árboles balanceados por el viento, pero es
que ver tanta sombrilla de color azul, con más de 10 camareras (sí, de aquellas
estilo “tanque con falda” de Salzburgo) corriendo arriba y abajo sirviendo a
hordas de sedientos parroquianos, pues tampoco se acercaba a la imagen previa
que había idealizado. Lo bueno es que pese a la multitud, el ambiente se alejaba
bastante del típico griterío que solemos “disfrutar” en muchos de nuestros
bares y terrazas.
Una
vez sentados en una de esas mesas de madera bien molonas en las que muchas
veces compartes charla (y en ocasiones también comida) con desconocidos, nos
hicimos nuestro rincón y nos dispusimos a disfrutar del almuerzo a
nuestro aire. Y vaya si lo conseguimos…
Sabíamos
que no podíamos abusar por la jornada que nos esperaba (ver al final) pero aún
así nos pedimos un triplete formado Barock Dunkel, Hefeweisse y Asam Bock, las tres de barril.
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Tanto la Barock como sobretodo la Asam fueron de las mejores cervezas del viaje. |
Para
comer nos dejamos recomendar por Diego y nos pedimos el
típico desayuno bávaro a base de salchichas blancas hervidas (en lugar de a la
plancha o a la brasa) y servidas con agua tibia en un recipiente tipo cerámica,
además de unos pretzel y evidentemente unas cervezas. También pedimos una especie de revuelto de queso cuyo nombre me dejé sin apuntar y
que sin estar mal tampoco nos entusiasmó.
El festín matutino...
En
pleno éxtasis y a pesar de lo que nos esperaba para el resto del día, no
pudimos evitar pedirnos otra ronda esta vez monopolizada por la maravillosa
Asam Bock. Aún eran las 11.30h, pero con los horarios europeos uno termina
comiendo (y bebiendo) casi a cualquier hora…
Y
un tanto exaltados por tan ricos elixires monásticos nos fuimos hacia el coche
con la parada del día en mente, Regensburg, donde nos esperaba esa jornada
maratoniana que os relaté en el anterior post del viaje. Un día realmente intenso y
repleto de grandes momentos gracias especialmente a haberla podido disfrutar en
compañía del buen amigo Diego. Sin duda os recomiendo muy mucho que si viajáis a Baviera no os perdáis la visita a esta abadía. Palabra que no os arrepentiréis.